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El timbre

Stéfanie Duran, 2021


Cuando Lidia escuchó el timbre de su casa, no tuvo que preguntar ¿Quién?, porque supo perfectamente quien era. Todos los lunes en la noche desde antes que se casaran, Gonzalo, como “gran caballero”, libraba a su mujer de las labores domésticas y se encargaba de preparar la cena. No era muy dotado en las magias culinarias, pero siempre trataba de impresionar con algún detalle que según él, era sofisticado. A los sándwiches les ponía higos, a los hot dogs los gratinaba con queso gruyere y acelgas caramelizadas, y a las sincronizadas las aderezaba con chutney de mango, ya que según él, si le pones dulce a lo salado el platillo automáticamente se convierte en gourmet.


Con el paso de los años, Gonzalo dejó de tener inspiración para darle esos toques a sus cenas, y más adelante, de prepararlas en su totalidad, pero no dejó de cumplir. Cada lunes se encargaba de pedir una pizza para compartir con su mujer.


7:52 p.m. Su peculiar timbre sonó. No sonó como ding dong. No sonó como chicharra de recreo. No sonó como campana. El timbre eléctrico entonó sin ritmo, sin letra, sin alma y como tocado por un teclado mezosóicamente polifónico, la primera línea musical del éxito de los ochentas, Lambada.


Lidia buscó su bolsa con su cartera antes de abrir, y cuando sonó nuevamente la cuasi melodía brasileña algo la poseyó. Un sentimiento que le hizo frenar un poco antes de abrir la puerta. Nunca había sentido eso. ¿Era ansiedad? ¿Era pánico? ¿Era emoción? ¿Qué chingados era esto que la acababa de paralizar?


Volvió a sonar el son del baile prohibido. Lidia reaccionó y se dirigió a la puerta. Se le resbaló la perilla al tratar de abrirla por el sudor en sus manos. Tres intentos y lo logró.


El repartidor que se presentó frente a ella no tenía nada que ver con la última imagen que había visto de un pizzero.


La noche anterior, Lidia había cancelado el plan con su hermana para ir al cine a ver la séptima entrega de la saga de Bridget Jones. Esa en la que Rennée Zellegwer, nuevamente soltera, no sabe si está menopaúsica o embarazada. Gonzalo le había llamado en la tarde para avisarle que regresaba de su viaje de trabajo y si le podía pedir un Über al aeropuerto ya que por alguna razón la pinche aplicación le había vuelto a clonar su tarjeta.


Lidia quería aprovechar la oportunidad para pasar la noche con su marido al que cada vez veía menos. Preparó una velada sencilla con un Fondue que sacó del congelador y puso a respirar una botella de vino que le habían regalado en su cumpleaños.


El fondue ya se había convertido en chicharrón de queso en aquel caclón que habían recibido de regalo de bodas, cuando Lidia recibió un mensaje de Gonzalo: “Voy con Pepo, es cumple de su hermano. No me esperes. Llego tarde.”


Otra vez. Otra noche que escoge otro plan en lugar de estar con ella... con su esposa. Otra noche sola. Y a ella ya no le asombraba. Ya era costumbre.


En cierta forma, ella pasó de ser el amor de su vida, a un segundo, tercero ... séptimo lugar, después de sus amigos, su familia, el trabajo, su afición por las motos, el fútbol americano y esa pecera de especímenes exóticos que tenía en su estudio. Él ya no se interesaba en ella. No le preguntaba cómo iba con su diplomado en pedagogía, no le hacía comentarios sobre sus constantes cambios drásticos de look, no buscaba romanticismo antes de tener sexo y hasta se le olvidaba que se había convertido en vegetariana desde hace más de un año.


Rendida, subió a su cuarto con la botella de vino, tomó su Ipad del cajón de su buró y se sumergió en esa actividad a la que le agarró gusto desde hace poco.


Puso el Ipad en la esquina de su buró y escribió sus tres palabras de búsqueda “Threesome” “Big Dick” “Tattooes”. De su buscador se desplegaron varios videos. Siempre tantas opciones y siempre acababa viendo la misma: Big Sausage.


La magnánima obra pornográfica narra la conmovedora historia de dos universitarias: una acaba de romper con su novio porque no se la coge bien y le llora a su compañera de cuarto. La otra la consuela chupándole los pezones, cuando de repente son interrumpidas por el timbre. Abren la puerta y aparece un semental con un sin fin de tatuajes que pareciera ilustran la historia pictórica de la humanidad: desde una imagen de Osiris, la última cena, el símbolo de OM y una sirena con cara de Minnie Mouse. El repartidor pregunta que si ahí pidieron una pizza y ellas contestan que no, pero que si es de salchichón sí se la recibían. Ante tan cortés invitación el repartidor se une a la chicas y les da un excelente servicio… y como no lo haría si la playera que se quitó al entrar decía Bob´s Pizzas: Satisfaction Guaranteed”.


Mientras la pizza de utilería se enfría al lado del sillón de las colegialas, atestiguando de gemidos exagerados, Lidia se calienta, se goza, guarda el Ipad y se queda dormida. Gonzalo llega en la madrugada, se desmaya en la cama al lado de su mujer, sudando alcohol, sin saber las aventuras por las que habrían pasado su mujer y sus sábanas.


El repartidor al que Lidia le abrió la puerta ese lunes, no era nada como el del video de la noche anterior. Era un señor flaco de edad avanzada, sin pelo, sin tatuajes, en un uniforme que le quedaba demasiado grande. Era tan ñango que parecía que el esfuerzo que hacía para cargar la caja de pizza, fuera el mismo que el de cargar una caja de herramientas. Era tan minúsculo, que Lidia se preguntó si realmente podía levantar la motocicleta de repartidor que yacía aún prendida a sus espaldas. En cualquier otro momento Lidia se hubiera divertido imaginando como sería el señor en la moto, búrlandose si cuando lo viera irse sería como ver a un niño aprendiendo a andar en bicicleta, pero en su mente seguía con ese sentimiento innombrable y desconocido que la invadió desde que había sonado el timbre.


La caja de la pizza emanaba mucho calor, ventaja de tener el changarro a la vuelta de la cuadra. Lidia acomodó la caja en la mesa del comedor, abre otra botella de vino –porque siempre hay que ser gourmet -, coloca los platos, las servilletas y los cubiertos (sí cubiertos para la pizza, porque somos hombres, no animales).


— ¡Gonzalo! Vente a cenar que se va a enfríar—. No hay respuesta. —¡Gonzalo! —


—Me traes tres rebanadas acá arriba, estoy viendo el partido-, respondió una voz ronca por el exceso de cigarro y alcohol de la noche anterior.


Otra más.


Y aunque ya por meses ha sido anestesiada a esta indiferencia, esa respuesta multiplicó ese sentimiento que la envolvió desde que tocaron el timbre.


Lidia sacó la charola del trinchero, puso un plato, los cubiertos y sirve la copa de vino. Cuando abrió la pizza y vio sus ingredientes, entendió perfectamente.


Peperoni.


Entendió qué es el sentimiento que la ha molestado.


Salchicha Italiana.


Entendió que ella ya veía venir esto desde que empezó el día.


Salami.


Más claro no le pudo quedar...


Por enésima vez, Gonzalo mostró lo poco que le importaba su esposa: con la chamba, con los amigos, y ahora con ingredientes de una pizza. Una pizza que desde meses Gonzalo pedía de pura carne y que por meses Lidia pedía que aunque sea una mitad fuera una opción vegetariana. Y quien hubiera dicho que después de treinta siete semanas que se repitiera ese “inocente” error, este trigésimo octavo lunes de salami, salchicha italiana y peperoni, fuera el que definiera el futuro de su relación.


Eran las 9:42 de la mañana cuando Gonzalo despertó por el exótico pero estrepitoso timbre de su casa. Se había quedado dormido en el sillón de su estudio con la tele prendido. El último recuerdo había sido que su equipo, Los Lobos del Sur, estaban perdiendo de manera humillante. Ahora en la pantalla había un programa mañanero donde dos mujeres de escotes pronunciados, discutían con un médico sobre la cura para las várices. Nuevamente la Lambara empezó a vibrar en todas las paredes de la casa y Gonzalo, aún confundido bajó a la puerta.

-¡Quién! – Preguntó con voz roncosa

-Luigis Pizza.- respondió un adolescente al otro lado de la puerta.


¿Pizza para desayunar? ¿Qué estará pensando la loca de Lidia ahora?, pensó Gonzalo.


Abrió la puerta y un puberto con cara plagada de acné y audífonos con música a un volumen tan alto que pudiera amenizar todo un concierto, le presentó la caja de pizza.


–Son 180 pesos.


Gonzalo aún dormido sacó la cartera y confundiendo un billete de 500 por uno de 200 se lo entregó al chaval. –Quédate con el cambio.-, le dijo mientras que le cerraba secamente la puerta en la cara.


–¡Lidia! ¿Tu pediste pizza?–gritó en la casa, sin recibir respuesta.


El olor a queso derretido lo hizo recordar que no había cenado y empezó a salivar. Abrió la caja y desilusionado encontró una pizza con pimiento, champiñones, aceitunas y piña.


–¡Lidia! ¿Tu pediste esta pizza?


Silencio absoluto.


– Lidia...

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